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Escritura

  al margen

 

Betinna es mi dolor de cabeza

Por Edgar Cuero Cordoba

No soy célibe. Estoy casado con Betinna. Soy su esposo. Soy su cerebro. Ella cree que soy un objeto; cuando le duele la cabeza manifiesta: “Me duele la cabeza, es como si tuviera un cencerro en mi cerebro”. “Mi cerebro”, dice, cuando la migraña ataca (le pertenezco). Eso sí, nada de palabras cariñosas, ni un pequeño reconocimiento para su órgano vital. Nada. Sólo: “¡Mi cerebro me tiene loca!” “¡El maldito cerebro no me deja en paz!” “¡Este cerebro no me sirve para nada!”. Yo, un cencerro. Un objeto. Un esposo molestoso, un estorbo; en esto culmina un matrimonio con el paso de los años para las dos partes, para ambos géneros. A veces, parloteo con otros cerebros, no alcanzan a comprender las historias y problemas que ustedes (dueños), se pierden. Otros cerebros son  esposas, les puedo asegurar que es igual de problemático el asunto.

 

Betinna se ufana de su capacidad de enfrentar la vida. Es inteligente, es una perla en los negocios; cuando se pone  así de necia, le mando unas señales suaves, golpecitos tiernos como tocando a una puerta de madera. Estos golpecitos son para que entre en razón y no se crea que ella lo puede todo. No. No señor. Todas las personas tienen talento; incluso a los que llaman animales tienen su cerebro prematuro; pero lo tienen.

 

Ella me carga en su cabeza, a veces piensa en comprarse un sombrero adornado con flores; olvidando mi poder de mando. Sin mí, ella no es nada; sin los cerebros los seres serian marionetas estériles. En el trascurso de la vida, los cerebros quedamos vírgenes, solo nos explotan un 0.5%. “¡Que desperdicio señoras y señores!” Y los que explotan ese porcentaje salen con el cuento de: “¡Ustedes son brutos!”. ¡Ah! No se crean esa mentira. Eso se llama  ignorancia. La ignorancia no es pecado, es necesaria para hacernos avanzar. En épocas abusamos de ella para poder que la humanidad se despabile, y entre en el torbellino de la vida, esforzándose un poco más. Es valida esta anotación, por la pereza de  algunos (ustedes) nos quedamos prácticamente sin funcionar.

 

 

Perdonen, me desvié de mi rumbo; cuando la dichosa inteligencia que dice ella poseer —aquí entre nosotros les comento: sí, ella es muy inteligente, a veces tengo que frenarla por obvias razones— se desborda en herir a los demás cuando la migraña aflora, yo la punzo con esa llamada suave y Betinna sin pensarlo se zampa dos píldoras contra mi alegría. No lo vayan a dudar, los cerebros somos alegres, tristes, melancólicos, llorones, gritones y claro está: inteligentes. Todo esto repercute en la cabeza que nos carga y de allí proviene el dolor de muela, el de oído, los ojos rojos por el llanto; la felicidad y la risa espontánea. A mí esas dos pastillas me dejan en un letargo insoportable, siempre en el preciso instante en que quiero estar alegre, me mandan a dormir, así luche yo para imponer  mi mando, con mis circuitos, expulsando órdenes a todas partes del cuerpo para activarlos, el sueño me llega y hasta ahí veo la esplendorosa tarde que se va opacando en los pequeños ojos de Betinna.

 

Con respecto a los alimentos las desavenencias son continuas. Yo le doy la señal de querer algo y ella come otra cosa. Díganme si no es perfecto el matrimonio.  Si quiero algo gustoso, según Betinna, a ella le hace daño. Yo insisto y la voy acorralando durante el día, le mando señales cortas, piñizcos de conciencia, lujuriosidades de lengua mojada, penetración exquisita por la nariz, sabor insensato a toda hora en la boca; a las dos de la tarde cuando siento que desparrama su cuerpo en el escritorio, le mando el sueño de una exquisita barra de chocolate salpicado con granos de maní.

 

Me encolerizo en su cabeza y la hago sudar, yo también sudo y su cabello se moja y la barra de chocolate flota en su cerebro, en mí ser, en mi yo, en su objeto, en últimas en el cuerpo de su esposo. Y es en ese instante cuando manda la señal, la  que detesto con toda mi alma: “El chocolate me hace daño, me da migraña, mejor me tomo un tinto”. La pelea es tenaz con Betinna y le inyecto a su intelecto penas y gozos, ansias y lujuria ¿Cómo vas a cambiar una sólida barra de chocolate envuelta en delicado celofán de colores vivos por un pocillo de tinto humeante? ¡No Betinna…no! No seas injusta ni contigo, ni conmigo; ve y busca en tu escritorio en el cajón de la mitad, ahí tienes dos barras de chocolate, una con almendras y otra con maní, si con maní…maní, maní…maní. Yo el cerebro, tengo el mando, soy su esposo y por cualquier dolencia termino en cencerro. Eso es injusto.  Empujo con todo, con lo único que me queda y le hago girar la cabeza.

 

Chesterton, el de los ojos claros, se encuentra inmerso en una pantalla titilante de números, estadísticas y curvas. Betinna siempre lo ha querido, lo ha deseado, se ha soñado con él entre sus brazos. Yo como buen esposo celoso lo he impedido y he anidado en su ser la duda de la razón y con ella recubrí el cuerpo de Betinna: “¿Sera que le parezco bonita?” “¿No estaré muy gorda?” “¿Le digo algo?” 

Hoy estaba decidido a flotar en el aroma de una barra de chocolate; inundar mis dos hemisferios, compartir incluso con el cerebelo, inyectarme de glucosa y oxígeno. ¡Betinna, toma las dos barras de chocolate y ofrécele una a Chesterton! ¡Ya!  “Sera que si”  “Me aceptara una barra”… Betinna medita mirando de reojo al de los ojos claros. ¡Anda mujer, él también tiene ganas de abrazarte, de amarte, de amanecer contigo plenamente desnudos. ¡Anda!  Saca una barra y métele un mordisco.  La impulsé a meterle un buen mordisco a la de almendras, le bombeé al corazón una dosis extra de amor ciego y llené su cuerpo de un calor de ansias alocadas, de esas que se revientan con el solo rose de los dedos.

 

Camino al hotel compraron más barras de chocolate, las mordieron insaciablemente. La ansiedad de ser amada se confundió con la migraña; amor y dolor se hermanaron caminando como dos amigos rutinarios. Mientras tanto, yo impulsaba sentimientos de pasión, de deseos y le camuflaba ese dolor con mi alegría; su migraña era mi felicidad, su dolor, mi risa. Es mi anhelo. Soy su cerebro. No importa que me cargue en su cabeza, y quiera cubrirme de flores. Soy su objeto. Lo demás me tiene sin cuidado. Soy el que manda. En estos instantes quiero que su inteligencia se desborde por su cuerpo y soporte con valentía esos dos estados magnánimos del cuerpo. Mi embriagues de chocolate no me permitió ver a qué hora sacó de su amplio bolso las fatídicas pastillas para la migraña; las bajó con dos amplios sorbos de agua. Mi felicidad sólo alcanzó para ver el primer abrazo y un largo beso apasionado, todo esto sublimado en los amplios ojos de Betinna, brillantes de felicidad. 

 

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