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Escritura

  al margen

 

La maleta de la viuda

Por Edgar Cuero Córdoba

Siempre elegía el cuarto cuya ventana coincidiera con el aviso.

 

Los tubos de neón a colores, sus reflejos aquí y allá: en las paredes, en el cielo falso, el piso, en la cama, en el cuerpo de Agustín, en su cuerpo; le daban la sensación de vida --a cualquier hora de la madrugada, cuando el susurro de algo la despierta--. Y se siente de película al  hacer el amor con Agustín, revolcándose entre cobijas y almohadas y ruidos de cama. Los parches de luz del aviso en su cuerpo, la hacían ver así: bella y escultural. Bonita, inquietante de cuerpo bien proporcionado.

 

No permite preguntas investigadoras sobre sus años, por eso su edad está llena de interrogantes. Desnuda, se mira en un espejo carcomido y viejo, cuyos parches se niegan a mostrarle partes de su cuerpo; a un lado en el piso, el vestido mojado imprime una mancha que se amplía en las baldosas; los zapatos tirados de cualquier manera también resumen agua. Seca y estira su cabello  amarillo con un secador y una peineta de dientes gruesos. Los pelos de su pubis son  negros y lacios. La luz del aviso blanca. Su resplandor llega al espejo y se queda lo suficiente, para que ella se mire de perfil y de frente y mueva cabeza y cabello en diferentes direcciones. Sólo esa luz, entra y sale alumbrando el cuarto. Se le suma por 

 

momentos el estallido de un relámpago que agrega luminosidad, mostrándole la maleta con el dinero. 

 

La mujer llora con rabia. Las lágrimas son abundantes; con sus labios fruncidos, hincados por los dientes, llora en silencio, impidiendo que salga un grito de desesperación, de lamento (una maldición). La lima de uñas está al pie del maletín, una gota de sangre alumbra  su cuerpo plateado, la limpia con sus dedos. Mira hacia el nochero, el frasquito con esmalte rojo está a medio cerrar; observa los dedos de sus manos: sólo dos uñas están pintadas.

 

Al pie de la ventana la luz es más fuerte, la muestra en toda su plenitud, sus senos macizos tiemblan a medida que solloza y se pinta las uñas. Pone en orden su cabeza: piensa, recuerda. Los ve discutir por el dinero; ellos más que nadie, saben que la sociedad se está resquebrajando, hay fisuras, recelos, desconfianza. Celos de Agustín hacia Mario ¿por qué? Si yo siempre le he pertenecido. Un equipo de tres. Siempre. Ahora pienso que he quedado sola.  Sin mi negro. Las lágrimas salen despacio. Mira la maleta que contiene el dinero y suspira con una resignación profunda. Se acuerda del portero del hotel, lascivo, alcohólico y pastillero, acostumbrado a desviar un solo ojo, para ver quién entra y quién sale. Cuando la ve, deposita sus dos ojos rojizos en su cuerpo. Le será fácil describirla a la policía. Decide abandonar esta misma noche la casa de pensión con título de hotel. Pasa al pie del mostrador con el maletín y la maleta, el de los ojos colorados con una cerveza en la mano se para y le dice: “¿Ya se va mi amor?” ella se detiene y sin mirarlo le contesta “Sí, mi marido tiene el cuerpo descompuesto, debe ser por la lluvia, lo tengo en el hospital”. Se para bajo el umbral de la entrada a esperar un taxi. Mira la tapia larga y oscura, adivinando la boca del zaguán, donde dos cuerpos tirados se abrazan. La tormenta se repite. Los relámpagos alumbran su vestido blanco ceñido, la tela delgada se ajusta a sus formas. El juego de ropa interior de color negro, resplandece cada que un fogonazo toca su cuerpo. El portero con la boca abierta y babeante estira la cabeza como un perro hambriento.

 

Los hoteles me traen suerte, así sean desbaratados, desvencijados, con huecos en paredes y techos, por donde se cuelen, la desmesura de la noche y el desparpajo del día. Por ejemplo, me tortura la tormenta de esta noche y la muerte de mis dos compañeros --prende un cigarrillo, cavila y sonríe débilmente--. He quedado viuda nuevamente.

 

La risa es ahora más sonora. Con el calibre a medio tono de un novenario, ha corrido la cama, hasta llevarla a la puerta del servicio. Un cuartico estrecho, con tubo de ducha, sanitario y lavamanos partido en un extremo. Se sienta en la cama apoyada a la pared, una gotera le cae en el pie derecho. Deja el pie ahí, el golpe  y humedad de la gota le arrullan los dedos. La maleta con la plata cabe debajo de la cama, hacia la cabecera, la parte que cree está más seca.

 

Durmió desnuda, con intervalos y sobre saltos, sin despertarse. Soñó abultadamente sus instantes de dicha y de desgracias con Agustín y miró, como él la miraba, en esos momentos de sosiego y de amor. Miradas de preguntas y respuestas. Esa sensación la despertó, asomándose rápidamente a la ventana. Ya ni había truenos ni relámpagos, pero sí una lluvia para regar matas. La noche seguía sin avanzar, con esa oscuridad que nadie descifra: quieta y perenne. Las rejas de la ventana se proyectaban en su cuerpo. Sintió el mismo desosiego cuando esperaba a Agustín tarde de la noche, y él llegaba borracho cantando boleros, con un pollo asado entre sus brazos, o con una chuleta de cerdo a la criolla. El olor de la carne le llegó preciso, sin dobleces, filtrado por la ranuras de la puerta, por la chapa, por los huequitos de las polillas y la envolvió como en seda de mariposas. De la ventana saltó a la puerta. El olor volaba en torno de ella. Oyó risas débiles. Ruidos de zapatos arrastrados, descargando en las tablas de las gradas. En la punta del estrecho pasillo, emergieron dos siluetas maltrechas, con sus ropas arruinadas por la lluvia, caminaban con la actitud de los borrachos.  La mujer miraba todo por la pequeña ranura entreabierta de la puerta. Sus carnes adquirieron el color de la parafina, sus pechos se agitaban a la par de su corazón. “La muy puta nos creyó muertos y nos abandonó” --Agustín colocaba la caja de comida sobre la pequeña herida de su pecho--. A su vez Mario se recostaba hacia el lado donde la pata de cabra había rozado su cintura. Llevaba una maleta idéntica a la  de la mujer. “Quiero verle la cara cuando la abra  y vea que el dinero son recortes de papel periódico” Mario río muy quedo, bajito, sin querer despertar a alguien: jijijijiiii… “Y pensar que sólo quería vivir siempre desnuda, limarse las uñas y pintárselas de rojo” Agustín se carcajeo moviendo su cara de lado a lado jojojojoooo. Las siluetas pasaron frente a la ranura de la puerta.

 

La mujer se arrastraba en el piso húmedo estrellando contra las paredes los fajos de papel periódico amarrados con cauchos.

¡Jojojojoooo!... ¡jijijijiiii!… ¡jajajajajaaaaaa!..

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