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Escritura

  al margen

 

Medio tiempo bajo la lluvia

Por Edgar Cuero Cordoba. 

De pronto la lluvia comienza a caer deliberadamente uniforme.

 

A mí, me impresiona que llueva de noche; me da sensación de ver la noche llorar. Un zaguán me resguarda. Una puerta grande de madera carcomida me impide avanzar; la oblicuidad de la llovizna me moja los zapatos y la mitad de las piernas. Voy a cumplir cuarenta y cinco minutos, escondido bajo la lluvia. Creo que lo he matado. No cabe duda. —Le arrebaté a la mona—, interné la lima metálica con que se arregla las uñas, un poco en su pecho, queriendo jugar con rabia.

 

Agustín, parpadeo incrédulo. Sentado en la cama, se recostó a la pared.

 

Salí tranquilo, no vi sangre en su camisa, ¿Llamar ladrón a un ladrón?, podía haberme llamado colega. Pero ladrón, ¡no! Nuestro trabajo es fino: robar en los bancos, sin un alfiler en las manos, sin asaltar, ni los típicos gritos: “¡tírense 

 

al suelo!” Nuestro trabajo es sutil, de clase. Hablarle al cliente y así, rapidito él nos entrega el dinero sin amenazas; eso sí, buena labia y pura pinta: traje entero y maletín de ejecutivo. ¡Ah! y buenos modales en la voz.

 

Ahora sí creo en su muerte. Oigo los gritos la mona maldecirme a gritos. El llanto y los lamentos me los acerca el viento, la lluvia fina me los tira a los pies y los siento como espinas trepando por mi cuerpo. ¿O no?... Mis pensamientos me traicionan. Tengo que dejar de pensar… No puedo. Toso bajito. No sé si ella ha llamado a la policía. Imposible, nuestro esquema es de cero leyes, nada de amigos.

 

No puedo salir de este refugio, la lluvia tiene cuerpo; el cigarrillo ha maltratado mis pulmones y este viento matizado en silbidos me resulta fatal. ¿Habré matado a Agustín? No puedo trabajar sin él. Es mi socio; su cara de hombre bueno, —bonachón—, de buen mozo es imprescindible para nuestro trabajo. No puedo volver allá arriba, no quiero ver la realidad. No quiero saber de su cuerpo helado, sin vida. El sonido de mi tos aumenta, lo ahogo con mi mano, siento un vaho caliente —de carbón prendido—. Los truenos van en fila india, son estruendosos como noche de carnaval; los relámpagos van alumbrando igual. Ya no oigo a la mona, no he visto pasar ni ambulancia, ni carro, ni nada, ni a nadie.

 

Diagonal al extremo de la cuadra, dos figuras salen de una casa de dos plantas, en la fachada un aviso intermitente de color blanco muestra la palabra HOTEL. Una camina trabajosamente agarrada de la otra silueta. La lluvia es ya una cortina de baño: opaca. El sonido de la tos me sale pegado a la pared, resguardándose del agua. Las dos figuras la escuchan y se paran para oírla caminar; se dan cuenta de donde sale. La sombra más alta se agarra de los ladrillos enterrando sus uñas, trastabilla. Debo salir, esta tos me ahoga, este hueco no tiene aire. Pero no, dos objetos, dos cuerpos desparejos le cierran el paso. Un relámpago alumbra el rostro de Agustín, su tez pálida se mezcla con el color de la luna, de una luna que esa noche no existe. Igual que su boca, sus ojos son cuencas oscuras. La mona desaliñada por la lluvia, observa al del zaguán. “Veo que no te moriste” —la alegría revuelta con miedo quita la tos—. 

 

Agustín se le acerca abriendo los brazos buscando un abrigo; el hombre de la tos se alegra, no hay rencor. Tengo que abrazar a mi colega. Lo busco. Busco la muerte. Agustín entierra un cuchillo pata de cabra en el bajo vientre. La mona empuja a Agustín metiéndolo a la brava en el zaguán. Los dos quedaron allí resoplando, fuelles escasos de vida. La mujer dio media vuelta. Una cortina húmeda, abundante y opaca la siguió.

 

 

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