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Escritura

  al margen

 

El verdugo

Por Henry Burbano

Hoy somos solo 10, y todos estamos esperando lo mismo: el momento cuando nuestras vidas se consuman brevemente gracias a la poca fuerza de voluntad de nuestro terrible verdugo. Uno a uno salimos de este lugar donde estamos apretados (es peor cuando él nos mete en uno de sus bolsillos). Hace diez minutos fue el turno para uno. Cada hora sus dedos grandes y sus uñas sucias de grasa, aceite y otras mugres que se encuentran en el trabajo entran en nuestro pequeño mundo para ejecutar a los condenados. Por poco soy el siguiente: sus dedos torpes, se deslizaron por error de uno de mis compañeros y alcanzaron a tocarme, por ese segundo alcancé a verlo directo a los ojos, ver claramente la frialdad en ellos, --no le importa el daño que podamos hacer todos juntos si no sabe manejar la situación--, pero por fortuna solo fue un desliz de sus dedos.

 

 

Sesenta minutos de espera, casi interminables, cuando vimos abrir la puerta nuevamente; ahora es distinto, solo quedamos dos y la verdad, prefiero que sea mi turno, pues los rumores cuentan que el ultimo es peor a todos los demás. No importa cuánto tiempo pase, él espera el momento adecuado para acabarlo. A veces pasan hasta dos horas antes de ejecutar el último, y aunque la agonía suele terminar en diez minutos, logra llevarla al máximo alargándola 3 o 5 minutos más. Irónicamente, puedo decir: por desgracia no fui el siguiente, soy el ultimo de diez condenados a muerte por un ser despreciable al cual no le importamos.

 

Han pasado ya noventa minutos desde que vi partir al último de mis compañeros y han sido peores comparados con la espera anterior. Por un momento pensé que había llegado el fin (la puerta se abrió lentamente y los malditos dedos volvieron a aparecer).  Me  di  cuenta que  los rumores  son verdad;  no

 

 

 

 

 

 

importaron las ganas que él tenía en ese momento de verme sufrir, descubrió  que sólo quedaba uno para la ejecución y cerró la puerta después de maldecir un par de veces.

 

 

Al fin llegó el momento. Ya estoy preparado para esto. Me siento tranquilo, pues desde que el primero salió de aquí, todos esperábamos lo mismo. Está bastante avanzada la noche y el mensajero de la muerte está recostado en su cama viendo una película. Con finos golpes empieza a empujar mis entrañas lo más abajo posible, con cada uno, desliza sus dedos acomodándome para obtener así la perfecta forma cilíndrica que debo tener. Sus deseos incontrolables son tan notorios que sus ojos parecen desorbitados, se retira de su comodidad colocándome de manera cuidadosa en una mesa al lado de su cama.

 

Cuando regresó, tenía una taza de café en la mano; lo entendí, este sería el fin… pero no, parecía poseído por el placer otorgado por la cafeína. Al terminar, lanzó unas palabras en alta voz maldiciendo el hecho de haber olvidado no tomarse toda la bebida hasta el momento de mi muerte; lo cual, de una manera u otra, me trajo paz.

 

Ahora soy yo el que maldice: los besos empiezan a ir y venir, las acaricias aparecen y la desnudes se apodera del espacio. Maldita sea, si había algo peor que ser el último y completar la desgracia con el individuo tomándose un café; es ser el último cuando el maldito empiece a follar. Me sorprendí. No fue el momento. Después de un rato llegó la hora de comer; pero eso no me preocupó, pues, si me perdonó después del tinto y del momento de placer, sería el colmo que me matara después de comer, y mis sospechas no eran falsas. Lo que logro notar hasta ahora, no es una fuerza de voluntad diferente a la anterior, todo lo contrario, podía ver en sus ojos una desesperación casi incontrolable, lograba ver como esperaba el momento más adecuado para dar fin a mi vida y para mi pesar ese momento llegaba definitivamente.

 

Aquí estamos los dos, solos en la privacidad del cuarto de baño; el retrete recibe su trasero como orgulloso de su función.  Un rollo de papel para limpiarse la suciedad, reposa en un lugar alto detrás de él, esperando tranquilo su momento de funcionar como debe ser —por lo menos mi trabajo no es tan sucio como el suyo—. Cada segundo que transcurre me permite ver el color (casi negro) de sus pulmones. Sus largas inhaladas lo consumen lentamente sin que él se dé cuenta: al entrar –me veo como un muerto--, pero me encargo de desgarrar más y más sus pulmones, sin importar su estado. Ahora puedo decirlo: no hemos muerto en vano, mi venganza es quitar lo más importante para él. Su vida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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